Su nombre era Guito. Guito para los amigos, también quizás el que recibió en su pila bautismal, aunque esta vez quizás fuese Guido. Vivía en Pétionville, a las afueras de Puerto Príncipe, cerca de las montañas, un lugar elevado e ideal para soportar el calor del clima en la isla. Un lugar hermoso de ver por unas calles, no tanto en otras. Nunca conocí a su familia; vivía solo en un pequeño cuarto que habría alquilado por cuatro chavos. Era un chico amable, con la sonrisa siempre puesta, una sonrisa de aquellas que emanan inocencia. A pesar de los mil sinsabores que vivía, como los vivíamos casi todos, tenía el rostro siempre mostrando la antítesis de lo que era la realidad. Era educado y me hablaba algunas veces en Español, porque…. algún día iría a Guatemala; no sé exactamente porqué Guatemala, pero yo le escuchaba hablar de ese país, que él tenía en gran estima. Había ganado un viaje a aquel lugar a través de una embajada, uno de aquellas muestras de la cooperación internacional. La vida para Guito no era nada fácil. En aquel tiempo el país estaba bajo un golpe militar, muchos habían muerto, muchos morirían después, y Guito quería salir de aquella isla donde muchas veces se me hacía que bajo aquella tierra sobre el mar habían manos misteriosas que la mantenían a flote. En aquella isla las cosas no eran fáciles. Despertar y darse cuenta de que uno está vivo. Sentir, tan claramente, que eramos como los funambulistas, andando sobre un cable sin saber si llegaríamos al fin del mismo. Cada día era diferente y cada día era una incógnita. En aquél lugar la luz eléctrica era sinónimo de milagro. Teníamos que adecuar nuestras vidas a no tener ni que pensar en dar al interruptor. A veces pasábamos un mes sin luz eléctrica, y un buen día zas! nos la daban….. para volverla a quitar al cabo de una hora y media. Yo tenía al menos tiempo para planchar… Vivíamos sin tener refrigerador, adquiríamos fruta y verdura del día, o manteníamos algunas que podían durar cierto tiempo. Y así…. así era la vida allí. Tener que inventárselas para poder cerrar los ojos la noche con una paz relativa. Y así Guito un día me dijo que al fin se iba a Guatemala. Yo no sé cómo estaba el panorama en aquél país, pero por lo menos sabía que era mejor que la isla del infierno en el paraíso. O del paraíso en el infierno. Qué más daba. Se sufría, y sufríamos por los demás.
Pues así una mañana Guito se despidió y estuvo ausente durante unas semanas. Cuando volvió parecía otra persona. Se le veía con aspecto muy saludable, y sin embargo aquella sonrisa ya no estaba. Le pregunté si le había gustado Guatemala, y me dijo que era muy bello, pero que algunas personas todavía creían que la esclavitud no había sido abolida. Me habló de la herencia española, una herencia que se creía más española que si hubiese nacido en España. Una élite que él denunciaba a través de sus charlas conmigo. Esas charlas sucedían fuera de la casa, bajo un árbol de caoba, junto a los bambúes y velas encendidas, con espirales de repelente para ahuyentar los mosquitos indelebles.
Tal y como ocurría en estos casos de falta de luz, había mucha, mucha luz. Uno podía sentir la luz a través de la voz que emanaba de quien hablaba en un círculo de sillas, donde los rostros no se podían ver, uno no veía los gestos de los rostros, ni las gesticulaciones de las manos. Uno estaba receptivo, escuchando, aprendiendo a escuchar, aprendiendo a aprender. Y así, Guito hablaba de mil y una cosas, pero también de arte, de estilos, de colores. Y es que en aquella isla tan desgraciada como la llamaban, el arte estaba por todos los lados. Arte al despertar, al acostarse, al caminar por entre el gentío. Un arte que era como ver a través de los ojos de un niño. Eran artistas, y no lo sabían. Guito pintaba cuadros, me dijo, y yo simplemente le escuchaba con atención. Donde él vivía, un cuartucho como he dicho antes, donde no tenía ni un baño para lavarse las manos, allí vivía, apenas espacio para poner un catre. Así que no tenía ni idea de cómo podría pintar un cuadro en aquel lugar tan falto de tantas cosas.
Y una mañana, mientras me dirigía a tomar el autobús, vi a Guito, afuera de aquel cuchitril, con muchas cosas en el suelo. Me acerqué. Hola Guito, ¿cómo estás? ¿Qué es todo esto? Oh, me respondió, son mis herramientas para pintar.
Pinceles gastados, mezclas indefinibles, potes pequeños de cristal de alguna conserva, que guardaban colores claros, otros oscuros… Yo creo que si Dalí viese esto le habría inspirado. Porque aquellas herramientas mostraban el estado de necesidad tan extremo de aquel muchacho. En un lugar donde Dios quizás había preferido dejar que sus gentes dejasen de creer, quizás como un experimento, allí precisamente estaba el deseo inmortal del hombre por creer, de la vida por vivir, y del amor por amar. Yo me acerqué y le pregunté si aquellos eran sus cuadros. Estaban de espaldas a mí. Y él volvió uno para que lo viese, con esa sonrisa de “ mira, a lo mejor no te gusta, pero no es nada del otro mundo, pero a mi me gustó mucho pintarlo”. Y ví. VI UN MUNDO increíble, un mundo lleno de color, un mundo que nadie podía arrebatarle. Era un mundo onírico, un mundo ideal, con pájaros nunca antes vistos, con tigres y panteras, que sus ojos nunca habían visto, aunque sí sus ancestros en otro lugar, muy lejos de allí, con un atardecer que casi me hizo llorar. Aquello no era posible. Aquel muchacho había pintado una obra de arte a la luz de una vela casi gastada, mientras sus pies descalzos se arrodillaban para pintar, pues ni siquiera tenía caballete.
Son esas cosas que no pueden ser descritas, o definidas, con palabras, porque siempre faltarán esos vocablos que no llegan a compararse con la agitación emocional que uno puede sentir ante algo así. Guito era pobre, pero había podido viajar a Guatemala, y quizás más nunca viajaría, ni a Guatemala ni a ningún otro lugar. Guito y su arte, como tantos otros haitianos, sumidos en la miseria, creando paraísos, mientras los poderosos comercian con ellos , se alimentan de ellos, y dejan a sus creadores en las mismas circunstancias de precariedad que los vieron cuando les visitaban, con sus sandalias casi rotas, con sus cuadros bajo el brazo, unos cuadros que se pondrán en galerías de arte ostentosas, donde los turistas de todas clases menos vacacionales los comprarán y los colgarán en las salas tranquilas y cómodas de los países del primer mundo, donde la electricidad ilumina aquel atardecer que ya de por sí era luz.
Es cierto que de la miseria surge el Arte. Lo he visto muchas veces con mis propios ojos. De la miseria exterior, que se convierte en riqueza interior, mucho más elevada que cualquier cueva del rey midas. No tiene precio, es genuina, es inocente, es verdadera.
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