Esta mañana, mirando unas imágenes en mi página de Pinterest , me he encontrado con esta imagen. La verdad es que por mucho glamour que haya en un cuarto de baño, por muy bien diseñado que esté, me gusta, desde luego, pero cuando veo cosas como ésta, no sé qué me pasa que en un momento me quedo mirando y me siento feliz. Es un canto al pasado, a las cosas de antes, no de hace unos cincuenta años, o cien, sinó esas paredes de antaño, guardadas a través del tiempo. Hay muchas casas así pero esta reconstrucción me parece maravillosa, porque guarda todo el estilo de las masías antiguas, de las casas de campo de otros tiempos. Me gustaría amanecer en un lugar así, como lo hacía cuando pasaba veranos en la casa familiar de mi amiga Dolores en Carme, Igualada. Aquella casa, con su acequia, donde nos bañábamos, el camino que iba al cementerio, donde de noche llamábamos a los fantasmas. Nuestros juegos de rol que se basaban en libros de Enid Blyton. Las contraseñas que inventábamos cada vez que alguien entraba en «nuestro club». Los veranos largos, los paseos bajo los árboles, las fuentes que encontrábamos, el señor Pepito que sabía exactamente cada mañana si iba o no a hacer buen tiempo. Aquella casa por las noches se me hacía tenebrosa, con unas fotografías de antes del siglo XX colgadas en las paredes… como estas. La cocina, grande, inmensa, antigua, con aquella mesa grande junto a un televisor pequeño donde veíamos poca cosa, pero a veces a la hora de cenar. Los gatitos que se ponían en nuestro regazo mientras nos sentábamos en un verdadero y antiguo poyo como los de antes, pintado con cal. El gallinero… donde ya no habían gallinas pero sí una escalera que usábamos para escondernos en nuestros juegos de aventuras. Una perra, Perla, muy vieja, que nos seguía cuando podía, porque andaba muy despacio. No necesitábamos ir al pueblo: allí estaba todo cuanto queríamos: una ladera que subía hasta lugares donde creíamos que había alguien que nos vigilaba por entre los árboles, al estilo de Viernes Trece 🙂
Así era aquella casa, donde casi no habían ruidos, sólo los sonidos de los pájaros y algún coche bajo la carretera. Una casa que nos gustaba visitar cuando crecimos un poco más pero ya sin padres ni madres, solos nosotros, nuestro grupo de buscadores de aventuras insospechadas. Las excursiones hasta allí, con las llaves en mano, durmiendo en sacos de dormir, porque solos, nosotros, no nos atrevíamos a dormir en aquellas camas tan altas, en aquellas habitaciones donde antes habían dormido personas que nunca conocimos pero que estaban en aquellas fotografías casi borradas, colgadas para siempre.
El olor a campo al despertar, las compras en la tienda, las juergas sin vino, sin Martinis y sin ron. Las sesiones de espiritismo que nos hacían correr, mientras el gato saltaba por algún ruido inesperado.
Y las risas interminables recordando algo que pasó durante el día, y que duraban hasta casi el amanecer.
Los paseos en bici, sin móviles ni llamadas a casa, estábamos solos y éramos felices.
Pues así era aquella casa. Y espero que lo siga siendo, por mucho tiempo más.
Imágenes extraídas de Wave Avenue en un artículo sobre una casa en Madremanya, Girona
💌 GRACIAS POR TU VISITA, Bienvenid@ !